Tuesday, May 6, 2014

Trabajos de amor, perdiditos del tó. Capítulo 1 "Amor marciano"



Podría decir, y de hecho, lo digo, que todo empezó la pasada primavera. Yo acababa de terminar el retrato de Doña Enriqueta. Un cuadro de encargo, que por cierto no cobré por una absurda diferencia de criterios. Doña Enriqueta aseguraba que aquel señor con barba y parche en el ojo que aparecía en el retrato no se parecía a ella en nada mientras que yo afirmaba que entre dos gotas de agua hubiese sido más sencillo distinguir. Pero como el cliente siempre tiene la razón, y en este caso, además, una escopeta de dos cañones heredada, de su difunto marido, decidí dar por perdido el trabajo y no volver por esa casa.  

Y fue sumido en estos pensamientos que me eché a la calle frustrado como solo sabe frustrarse un artista, maldiciendo mil veces mi suerte y otras mil doscientas, más o menos, mi sino, y es que a mi sino siempre le he tenido más ganas que a mi suerte.  Y entonces, justo en medio de un mecachis, y aún a punto de lanzar un hay que ver,  me la topé de frente. Bella y hermosa cual venus afrodita, luminosa cual faro de Alejandría, elegante y sofisticada cual princesa de cuento de hadas y media docena más de cuales, de los cuales, a cada cual más sublime. Casi no me salían las palabras de la boca ya que el corazón, que se había abierto paso hasta la misma para asomarse a contemplar tal belleza, les estorbaba el camino.

-       - Oh, perdón, señora mía. – dije. – Confío en no haberla dañado al chocar con tan delicado brazo. Permita Dios que viva el tiempo suficiente para pagarlo en sufrimiento, de ser así.
-       - No pasa “ná” – dijo ella con un inigualable susurro ronco que envolvió mis sentidos.
Y luego me estornudó encima.

Era tan bella y tan delicada… Con su metro noventa y ocho, su desproporcionada testa y su hermosa melena rubia, oscura como la noche. Mirándome desde las alturas, con un ojo apuntando al centro de su descomunal nariz, y el otro también, aleteó coquetuela sus pestañas mientras mostraba, sonriente, la más hermosa colección de mellas, que hubiera visto en mi vida. Así de sublime era.
-Oh, gentil dama.- dije arrojándome al ruedo. - ¿No quisierais hacerme el hombre más feliz del mundo aceptándome una taza de café o de cualquier infusión de su agrado en Casa Paco, que no queda lejos, y, cuando no está la mujer del dueño, me fían?
Ella se ruborizó y sonriendo bobaliconamente dejó escapar un angelical, -“Anda mi mare, ¿qué ice?” Y de un manotazo me cambió de acera. La chica tenía esas cosas.
Mientras se alejaba, me apresuré a preguntar su nombre espoleado por el temor a no volver a saber de ella y por la urgencia que exigía el cada vez más evidente hinchazón del labio superior que amenazaba con impactar de manera inminente con el inferior, impidiendo, desde ese momento, la articulación de vocablo alguno.
-       - Marciana, me llamo. – dijo mientras soltaba una indescriptible carcajada que hizo volverse a no menos de media docena de viandantes al grito de Horror, el coco.

Ah, Marciana, amada mía. Aquel día ya no hice otra cosa que pensar en ella. No pinté, no dormí, no comí, porque tenía el labio hinchado y cada bocado era como lamer brasas ardientes, pero no comí al fin y al cabo. Marciana, Marciana. Qué glorioso nombre para tan gloriosa criatura. Leonor también es bonito. Y Amparo tiene su cosa. Pero Marciana… Marciana era perfecto.
Tenía que buscarla y la busqué. Tenía que encontrarla y no la encontré. Yo es que siempre he sido eficaz solo al cincuenta por ciento.
Qué primavera más amarga, qué verano más aciago.  Buscándola por todas partes, no encontrando quien de ella me diera pista alguna, paseando mi pena por las avenidas, a las idas y a las venidas.
Acudiendo cada tarde a la calle en la que nos conocimos por si el destino quería volver a unirnos. Llamándola por doquier, por si antojársele al caprichoso viento, llevar mi llamada a mi amada, quisiera.
- Marciana, marciana. Decía yo con voz suave.
- Imbécil . Me dijo una mujer con sombrero de fieltro negro y paraguas amarillo.
- Marciana. Insistía yo.
- Imbécil. Insistía ella.
Y así echábamos la tarde la mar de a gusto los dos.

Qué verano más aciago. Qué aciago, ¡Aciago!
Hacia agosto, una tarde en la que la esperanza ya no compartía mi camino, quiso la suerte burlona llevarme hasta una imagen suya que en un cartel relucía. ¿Era Marciana una artista? ¿O quizás anunciaba pastillas para la tos? No. Nada de pastillas. Era el cartel de un circo. ¡Un circo! Marciana era artista circense. Circense, pero artista. ¡Una artista, como yo! No era posible. ¿No sería acaso que mis ojos me engañaban? ¿Podría ser quizás todo producto de mi imaginación? ¿Era goma de mascar lo que acababa de pisar?
Me acerqué al cartel por si el verla posando en él no fuese más que fruto de mi obsesión por encontrarla, o producto de que la mujer del dueño de Casa Paco no hubiese estado aquella mañana. ¿Acaso no ha acaecido en otros casos de arrebatada pasión que un amante no veía más que el rostro de su amada por doquier? Mi primo Angelín, sin ir más lejos, tuvo una noche de amor con una máquina compactadora en el almacén donde trabajaba, jurando y perjurando al día siguiente que no era sino a su amada Rosalía a quien le habían visto besando con pasión.
Pero el destino me era propicio por una vez. No era ningún ardid de mi mente que buscara jugarme una mala pasada, no. Era la más hermosa de las realidades que se mostraba ante mí como al astrónomo se le muestra cada noche la bella luna lunera. “Marciana, la mujer barbuda”, rezaba aquel bendito cartel. Misteriosa leyenda que no dejaba la más mínima pista acerca de la naturaleza del número con el que mi amada regalaba cada noche al grupo de afortunados espectadores que el Gran Circo Teliri reunía para cada función, gracias, sin lugar a dudas, a sus encantos. Yo no cabía en mí de gozo, y de papas con choco por culpa, como ya he señalado antes, de la ausencia de la mujer del dueño de Casa Paco.

Ahora lo tenía claro. Era goma de mascar lo que había pisado.

Con el ramo de flores más grande que pude obtener sin llamar la atención del dueño de la floristería, corrí a verla esa misma tarde al  Gran Circo Teliri, sito en la explanada de la estación, donde aficionados al circo y viajeros, se entremezclaban en alegre comunión. Y allí estaba ella, en una hermosa jaula que debía ser de oro, como corresponde a tan linda ave del paraíso, si bien parecía más bien de hierro colado.  Junto a ella, un mono vestido de futbolista trataba inútilmente de abrir un coco a cabezazos. Qué fascinante el mundo del circo.

“¡Clang!” hizo mi cabeza contra los barrotes haciendo añicos, nunca mejor dicho, de golpe, mi efímera ilusión de que el amor me permitiría atravesarlos.
-       - Ay, que gorpe sa dao. – dijo ella con su encanto habitual. – Qué tío más bruto. A poco no se junta la frente con la nuca.
-       - Marciana, mi amor. – dije emocionado al verla, - aquí te traigo una flor. Y otras siete más, también de vivo color.
-       - ¿Pa mí? – dijo ella avergonzada. - ¿Tú tá jeguro?
-       - ¿Acaso no estás acostumbrada, mi amada, a que te persigan los hombres con flores?
-       - Con flore, no. Con antorchas, horcas de labranza…
-       - Olvida el pasado, pues aquí estoy yo, dispuesto a ofrecerte mi corazón y una vida de felicidad a mi lado. Un castillo, quizás, a las afueras, con un enorme foso de aguas cristalinas y muchas, muchas almenas desde las que escaldar a las visitas latosas o un pequeño pisito en el centro, cerca de la boca del metro, donde podamos vivir juntos nuestra felicidad y criar un número par de chiquillos, que es lo más práctico a la hora de aprovechar las literas. Un castillo de enormes jardines, o un piso de dos dormitorios, cocina y baño. Elige tú, vida mía, a mí lo mismo me da, pues de todas formas no puedo pagar ninguno de los dos.
-       - ¿Un castillo? ¿literas? – decía ella abrumada por el momento. – Ay, que el gorpe lo ha dejao tonto al hombre este.
-       - ¿No te gustan las literas? No hay problema. Olvidemos las literas, mejor una cama grande donde puedan dormir todos. Juntitos como buenos hermanos. Tres metros por cinco. Y una docena de almohadas de pluma de oca.
-       - ¿De oca?
-      -  De ocasión, si me permites que termine. En casa Marcos, hay unas ofertas que tumban de espalda. Aunque eso ahora es lo de menos. Oh Marciana, amada mía. ¿Cómo narrarte lo feliz que soy en estos momentos? Si ahora mismo vinieran preguntando por el hombre más feliz del mundo, podrían decir, ahí lo tienes. Y se referirían a mí.

En aquel momento el mono, convencido tras dos desmayos y una brecha en la ceja izquierda, de que el sistema que usaba para abrir el coco no era el adecuado, decidió probar nuevas vías y me lo lanzó a la cara. Huelga decir que no obtuvo resultado alguno si bien a mí me dejó el rostro marcado.

-       - Más vale usted que se vaya. – dijo Marciana. – Está poniendo al mono nervioso.
-       - ¿Irme, dices? ¿Irme ahora que mi vida empieza a tener sentido? Marciana, amor mío. Sé que puede parecer precipitado pero esta clase de certeza solo se tiene una vez en la vida.
-       - Uy, que bien, porque estoy matá de sed.
-       - Certeza, mi amor. He dicho certeza, no cerveza. A lo que me refiero es a que creo que tú y yo estamos hechos el uno para el otro y que cuanto antes nos unamos, mejor. ¿Te parece bien en octubre en la Almudena?
-       - ¿En dónde?
-       - En la Almudena.
-       - ¿En cuándo?
-       - En octubre
-       - ¿El qué?
-      -  Madre mía. Nuestro enlace, claro está. Boda clásica con cura, coro y motete. Flores rosas, rojas y amarillas. A la derecha mis invitados, a la izquierda los tuyos, y el cura en el centro, según la costumbre. A los gorrones los dejaremos a su aire, si no se ponen muy pesados.  ¿Qué me dices, mi vida?
-       - Que no.
-       - ¿Que no?
-       - Que no me gusta usté, caramba.
-       - Pues haberlo dicho antes y me hubiera ahorrado la primavera amarga y el verano aciago, señora mía. Tenga usted buenas tardes.

Y con las mismas me di media vuelta y me marché de allí. Si tampoco era tan hermosa al fin y al cabo.


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