Podría decir, y de hecho, lo digo, que todo empezó la pasada primavera. Yo acababa de terminar
el retrato de Doña Enriqueta. Un cuadro de encargo, que por cierto no cobré por
una absurda diferencia de criterios. Doña Enriqueta aseguraba que aquel señor
con barba y parche en el ojo que aparecía en el retrato no se parecía a ella en
nada mientras que yo afirmaba que entre dos gotas de agua hubiese sido más
sencillo distinguir. Pero como el cliente siempre tiene la razón, y en este
caso, además, una escopeta de dos cañones heredada, de su difunto marido, decidí
dar por perdido el trabajo y no volver por esa casa.
Y fue sumido en estos
pensamientos que me eché a la calle frustrado como solo sabe frustrarse un
artista, maldiciendo mil veces mi suerte y otras mil doscientas, más o menos,
mi sino, y es que a mi sino siempre le he tenido más ganas que a mi
suerte. Y entonces, justo en medio de un
mecachis, y aún a punto de lanzar un hay que ver, me la topé de frente. Bella y hermosa cual
venus afrodita, luminosa cual faro de Alejandría, elegante y sofisticada cual
princesa de cuento de hadas y media docena más de cuales, de los cuales, a cada
cual más sublime. Casi no me salían las palabras de la boca ya que el corazón,
que se había abierto paso hasta la misma para asomarse a contemplar tal
belleza, les estorbaba el camino.
-
- Oh, perdón, señora mía. – dije. – Confío
en no haberla dañado al chocar con tan delicado brazo. Permita Dios que viva el
tiempo suficiente para pagarlo en sufrimiento, de ser así.
-
- No pasa “ná” – dijo ella con un
inigualable susurro ronco que envolvió mis sentidos.
Y luego me estornudó
encima.
Era tan bella y tan
delicada… Con su metro noventa y ocho, su desproporcionada testa y su hermosa
melena rubia, oscura como la noche. Mirándome desde las alturas, con un ojo apuntando
al centro de su descomunal nariz, y el otro también, aleteó coquetuela sus
pestañas mientras mostraba, sonriente, la más hermosa colección de mellas, que
hubiera visto en mi vida. Así de sublime era.
-Oh, gentil dama.- dije
arrojándome al ruedo. - ¿No quisierais hacerme el hombre más feliz del mundo
aceptándome una taza de café o de cualquier infusión de su agrado en Casa Paco,
que no queda lejos, y, cuando no está la mujer del dueño, me fían?
Ella se ruborizó y
sonriendo bobaliconamente dejó escapar un angelical, -“Anda mi mare, ¿qué ice?”
Y de un manotazo me cambió de acera. La chica tenía esas cosas.
Mientras se alejaba, me
apresuré a preguntar su nombre espoleado por el temor a no volver a saber de
ella y por la urgencia que exigía el cada vez más evidente hinchazón del labio
superior que amenazaba con impactar de manera inminente con el inferior,
impidiendo, desde ese momento, la articulación de vocablo alguno.
-
- Marciana, me llamo. – dijo mientras
soltaba una indescriptible carcajada que hizo volverse a no menos de media
docena de viandantes al grito de Horror,
el coco.
Ah,
Marciana, amada mía. Aquel día ya no hice otra cosa que pensar en ella. No
pinté, no dormí, no comí, porque tenía el labio hinchado y cada bocado era como
lamer brasas ardientes, pero no comí al fin y al cabo. Marciana, Marciana. Qué
glorioso nombre para tan gloriosa criatura. Leonor también es bonito. Y Amparo
tiene su cosa. Pero Marciana… Marciana era perfecto.
Tenía
que buscarla y la busqué. Tenía que encontrarla y no la encontré. Yo es que
siempre he sido eficaz solo al cincuenta por ciento.
Qué
primavera más amarga, qué verano más aciago. Buscándola por todas partes, no encontrando
quien de ella me diera pista alguna, paseando mi pena por las avenidas, a las
idas y a las venidas.
Acudiendo
cada tarde a la calle en la que nos conocimos por si el destino quería volver a
unirnos. Llamándola por doquier, por si antojársele al caprichoso viento,
llevar mi llamada a mi amada, quisiera.
- Marciana, marciana.
Decía yo con voz suave.
- Imbécil .
Me dijo una mujer con sombrero de fieltro negro y paraguas amarillo.
- Marciana.
Insistía yo.
- Imbécil.
Insistía ella.
Y
así echábamos la tarde la mar de a gusto los dos.
Qué
verano más aciago. Qué aciago, ¡Aciago!
Hacia
agosto, una tarde en la que la esperanza ya no compartía mi camino, quiso la
suerte burlona llevarme hasta una imagen suya que en un cartel relucía. ¿Era
Marciana una artista? ¿O quizás anunciaba pastillas para la tos? No. Nada de
pastillas. Era el cartel de un circo. ¡Un circo! Marciana era artista circense.
Circense, pero artista. ¡Una artista, como yo! No era posible. ¿No sería acaso
que mis ojos me engañaban? ¿Podría ser quizás todo producto de mi imaginación?
¿Era goma de mascar lo que acababa de pisar?
Me
acerqué al cartel por si el verla posando en él no fuese más que fruto de mi
obsesión por encontrarla, o producto de que la mujer del dueño de Casa Paco no
hubiese estado aquella mañana. ¿Acaso no ha acaecido en otros casos de
arrebatada pasión que un amante no veía más que el rostro de su amada por
doquier? Mi primo Angelín, sin ir más lejos, tuvo una noche de amor con una máquina
compactadora en el almacén donde trabajaba, jurando y perjurando al día
siguiente que no era sino a su amada Rosalía a quien le habían visto besando
con pasión.
Pero
el destino me era propicio por una vez. No era ningún ardid de mi mente que
buscara jugarme una mala pasada, no. Era la más hermosa de las realidades que
se mostraba ante mí como al astrónomo se le muestra cada noche la bella luna
lunera. “Marciana, la mujer barbuda”, rezaba aquel bendito cartel. Misteriosa
leyenda que no dejaba la más mínima pista acerca de la naturaleza del número
con el que mi amada regalaba cada noche al grupo de afortunados espectadores
que el Gran Circo Teliri reunía para cada función, gracias, sin lugar a dudas,
a sus encantos. Yo no cabía en mí de gozo, y de papas con choco por culpa, como
ya he señalado antes, de la ausencia de la mujer del dueño de Casa Paco.
Ahora
lo tenía claro. Era goma de mascar lo que había pisado.
Con
el ramo de flores más grande que pude obtener sin llamar la atención del dueño de
la floristería, corrí a verla esa misma tarde al Gran Circo Teliri, sito en la explanada de la
estación, donde aficionados al circo y viajeros, se entremezclaban en alegre
comunión. Y allí estaba ella, en una hermosa jaula que debía ser de oro, como
corresponde a tan linda ave del paraíso, si bien parecía más bien de hierro
colado. Junto a ella, un mono vestido de
futbolista trataba inútilmente de abrir un coco a cabezazos. Qué fascinante el
mundo del circo.
“¡Clang!”
hizo mi cabeza contra los barrotes haciendo añicos, nunca mejor dicho, de
golpe, mi efímera ilusión de que el amor me permitiría atravesarlos.
-
- Ay, que gorpe sa dao. – dijo ella con su
encanto habitual. – Qué tío más bruto. A poco no se junta la frente con la
nuca.
-
- Marciana, mi amor. – dije emocionado al
verla, - aquí te traigo una flor. Y otras siete más, también de vivo color.
-
- ¿Pa mí? – dijo ella avergonzada. - ¿Tú
tá jeguro?
-
- ¿Acaso no estás acostumbrada, mi amada,
a que te persigan los hombres con flores?
-
- Con flore, no. Con antorchas, horcas de
labranza…
-
- Olvida el pasado, pues aquí estoy yo,
dispuesto a ofrecerte mi corazón y una vida de felicidad a mi lado. Un
castillo, quizás, a las afueras, con un enorme foso de aguas cristalinas y
muchas, muchas almenas desde las que escaldar a las visitas latosas o un
pequeño pisito en el centro, cerca de la boca del metro, donde podamos vivir
juntos nuestra felicidad y criar un número par de chiquillos, que es lo más
práctico a la hora de aprovechar las literas. Un castillo de enormes jardines,
o un piso de dos dormitorios, cocina y baño. Elige tú, vida mía, a mí lo mismo
me da, pues de todas formas no puedo pagar ninguno de los dos.
-
- ¿Un castillo? ¿literas? – decía ella
abrumada por el momento. – Ay, que el gorpe lo ha dejao tonto al hombre este.
-
- ¿No te gustan las literas? No hay
problema. Olvidemos las literas, mejor una cama grande donde puedan dormir
todos. Juntitos como buenos hermanos. Tres metros por cinco. Y una docena de
almohadas de pluma de oca.
-
- ¿De oca?
- -
De ocasión, si me permites que termine.
En casa Marcos, hay unas ofertas que tumban de espalda. Aunque eso ahora es lo
de menos. Oh Marciana, amada mía. ¿Cómo narrarte lo feliz que soy en estos momentos?
Si ahora mismo vinieran preguntando por el hombre más feliz del mundo, podrían
decir, ahí lo tienes. Y se referirían a mí.
En
aquel momento el mono, convencido tras dos desmayos y una brecha en la ceja
izquierda, de que el sistema que usaba para abrir el coco no era el adecuado,
decidió probar nuevas vías y me lo lanzó a la cara. Huelga decir que no obtuvo
resultado alguno si bien a mí me dejó el rostro marcado.
-
- Más vale usted que se vaya. – dijo
Marciana. – Está poniendo al mono nervioso.
-
- ¿Irme, dices? ¿Irme ahora que mi vida
empieza a tener sentido? Marciana, amor mío. Sé que puede parecer precipitado
pero esta clase de certeza solo se tiene una vez en la vida.
-
- Uy, que bien, porque estoy matá de sed.
-
- Certeza, mi amor. He dicho certeza, no
cerveza. A lo que me refiero es a que creo que tú y yo estamos hechos el uno
para el otro y que cuanto antes nos unamos, mejor. ¿Te parece bien en octubre
en la Almudena?
-
- ¿En dónde?
-
- En la Almudena.
-
- ¿En cuándo?
-
- En octubre
-
- ¿El qué?
- -
Madre mía. Nuestro enlace, claro está.
Boda clásica con cura, coro y motete. Flores rosas, rojas y amarillas. A la
derecha mis invitados, a la izquierda los tuyos, y el cura en el centro, según
la costumbre. A los gorrones los dejaremos a su aire, si no se ponen muy
pesados. ¿Qué me dices, mi vida?
-
- Que no.
-
- ¿Que no?
-
- Que no me gusta usté, caramba.
-
- Pues haberlo dicho antes y me hubiera
ahorrado la primavera amarga y el verano aciago, señora mía. Tenga usted buenas
tardes.
Y
con las mismas me di media vuelta y me marché de allí. Si tampoco era tan
hermosa al fin y al cabo.
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